Celine Armenta Olvera
Cuidado y corrección: Socorro Romero Vargas
Docentes y estudiantes pueden situarse ante la enseñanza y el aprendizaje de manera gozosa en un acto profundamente humano de sentirse vivo. La clave para lograr esto es la planeación educativa que permite situarse ante la práctica educativa apostando por el futuro, por la creatividad, todo aquello que lanza a buscar horizontes de personalización.
Celine Armenta Olvera, es una mujer inquieta y en búsquedas de innovación educativa, Cuando escribió este texto era directora del Departamento de Educación de la Universidad Iberoamericana Puebla y sostenía que los docentes y los estudiantes perdemos muchas oportunidades de gozar en la dinámica áulica cotidiana por no planear hasta el último detalle, por no considerar formas creativas de evaluar, de que los estudiantes inteligan, abstraigan, aprehendan de la vida el patrimonio cultural y las oportunidades de crecer como seres humanos que porta la educación.
Este texto lo presentó a manera de ponencia en el Coloquio de Profesores 2010 de la Preparatoria Ibero Tlaxcala y conserva vigencia como una provocación para todos quienes acopañamos proceso humanizantes: bien planeada la docencia permite actividades de promoción del aprendizaje significativo y se desatan los procesos de gozo tanto en docentes como en estudiantes.
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Por una distorsión cultural y atávica, muy pocas veces hablamos de felicidad, gozo y placer como elementos constitutivos y legítimos de nuestra existencia. Procurarnos felicidad, gozo y placer es exigencia de nuestro “ser vivos”, lo cual somos de manera irrenunciable; si no vivimos, no somos. Esta procuración guía nuestras decisiones vitales: qué y cuándo comer, abrigarnos o no, descansar, dormir, soñar; y también la elección de pareja, de profesión y las primordiales elecciones cotidianas de seguir viviendo, de amar y seguir amando, de desperezarnos, bañarnos, llegar a trabajar.
Pero no sólo
callamos el discurso sobre el gozo; también lo contrarrestamos. Desde una
perspectiva crítica es claro que algunas profesiones, entre ellas la docente,
se han envuelto en seudo valores cuyo cuestionamiento se evita y hasta se
condena. Así, aunque ya no se define al docente como apóstol y mártir, se sigue
considerando esencial cierto grado de estoicismo, de sufrimiento y sacrificio
como parte de nuestro desempeño. La formación docente rara vez menciona al
gozo, la felicidad y el placer como constitutivos del quehacer docente. Y
quienes nos reorientamos hacia la docencia de manera más o menos autodidacta,
tampoco solemos explicitar estas dimensiones.
Lo lamentable es que en nuestro caso “profesión es vida”. Otros profesionales pueden dedicar 40 horas semanales a un quehacer cuya principal finalidad es proporcionar los medios económicos, y quizás el estatus para gozar las restantes 128 horas. Pero en casos como el nuestro esto no es sano ni realista, y ni siquiera cabalmente posible. Fundamentarlo desborda esta ponencia, pero parece cierto que nuestra profesión docente nos acompaña inexorablemente al salir de las aulas.
Si el argumento “egoísta” no bastara para convencernos de lo importante de procurarnos gozo en nuestra docencia, conviene pensar en el beneficio colateral que obtienen nuestros estudiantes. Un profesor feliz es la diferencia nodal entre una escuela gozosa y otra insufrible.
Ahora bien, la
propia experiencia nos abofetea casi desde el inicio, con lo que llamo la relación
primaria entre planear y gozar la docencia: si no planeamos de manera adecuada
y suficiente nos sentimos mal, perdedores, fracasados, frustrados, deshonestos
e inadecuados ante nosotros mismos y ante nuestros estudiantes. Este malestar
--sana voz de alarma-- nos urge a planear bien lo que hacemos.
Pero esta primera
y central relación no es la que quiero destacar hoy; es demasiado obvia y
seguramente todos la descubrimos desde la primera semana frente a grupo. La que
llamo relación profunda es más sutil y es posible transitar años enteros por
las aulas sin llegar a descubrirla. Para presentarla quiero hacer un par de
reflexiones.
La primera es que
como profesores de asignaturas complejas solemos sentirnos muy lejanos de las
educadoras o maestras de preescolar, pese a las similitudes de nuestros
quehaceres. No nos parecemos mucho a ellas; un rasgo evidente es que lo nuestro
es algo serio y en cambio ellas se divierten mucho; no sólo juegan y se
pintarrajean pies y manos con sus estudiantes, sino que además se ríen de que
nosotros veamos el futbol (u otro programa) una de dos, o con la culpa de no
haber acabado de calificar trabajos y tareas, o peor aún frunciendo el ceño
para intentar concentrarnos simultáneamente en mapas conceptuales de sociología
y en Messi, o en exámenes de cálculo y en el Chicharito.
La segunda
reflexión es que al menos teóricamente somos la envidia de otros profesionales,
pues vivimos de estar frente a jóvenes, construyendo con ellos futuros y
materializando utopías; encarnándonos como sus modelos y líderes. Suena como
envidiable, y muy disfrutable.
Lo que tienen en común las educadoras y nuestra tarea cotidiana es estar volcadas al futuro. Y la relación profunda entre planear y gozar es precisamente ésta: la posibilidad de atarnos radicalmente al futuro. En la medida en que nuestra docencia se ata al pasado merma su potencial de hacernos felices. El pasado produce nostalgia, cansancio o arrepentimiento; el futuro es pura esperanza y construirlo es la mejor fuente de gozo, placer y felicidad posible. Incluso el preludio de un paroxismo de placer es mejor que el placer mismo.
Así de simple: el
momento de planear ya es gozo pues anticipa éxitos y logros. Y si la planeación
es óptima desanclará nuestra docencia del pasado.
La educadora se
lleva tarea a casa; pero nunca se trata de trabajos ni exámenes para calificar
acciones pasadas; se lleva material para realizar actividades en un futuro.
Una planeación
óptima minimiza el tiempo que dediquemos a tareas ancladas al pasado, como
revisar tareas y calificar exámenes. El docente que planea muy bien empieza por
asegurarse más tiempo para planear, para crear actividades, seleccionar
materiales, y bucear en el internet en pos de detonadores de su creatividad.
Como profesional de la evaluación me siento con autoridad para asegurar que si planeamos bien podremos evaluar en aula, y ya. Todo el demás tiempo circundocente, tanto el que nos sentemos propiamente a planear, como el tiempo de” segundo plano” mientras “enseñamos”, e incluso el tiempo en que somos profesores haciendo cualquier otra cosa, lo podremos dedicar a diseñar mejores prácticas. Esto, precisamente, es el signo de la óptima planeación.
¿Se puede? ¡Claro
que sí! Es más: se debe hacer así. El ejercicio prolongado de una docencia
inadecuada revienta, agota y amarga al
docente. Por otro, si se desempeña adecuadamente, la docencia ha probado ser
vacuna contra los grandes males de la ancianidad: el sentimiento de vacío y
fracaso y la pérdida de facultades mentales. Y la diferencia entre docencia
adecuada e inadecuada es, precisamente, planear. Planear para gozar, y entonces
gozar la docencia con la seguridad de que nuestros estudiantes gozarán el
aprendizaje.