Autor: José Rafael de Regil Vélez
Cuidado y corrección: Socorro Romero Vargas
No he podido evitarlo. Con mucha frecuencia a mi alrededor veo personas con miedo, que han detenido sus vidas... y no me refiero a que se hayan vuelto prudentes, cuidadosas porque vivimos en tiempos de pandemia, con un virus cuyos efectos en el organismo no terminamos de comprender y mucho menos de estar en capacidad de enfrentar como hacemos con otras enfermedades.
Me refiero a que han paralizado sus vidas, se han encerrado a cal y canto, viven estresadas, angustiadas porque la muerte las ronda. Parece que se han vaciado de vida. Y pienso: ¿cómo es que hemos llegado a esto?
Hace tan solo un siglo las personas convivían con la muerte como algo cotidiano. La mortandad infantil era alta, pero también la juvenil. El INEGi señala que la expectativa de vida en el país en 1930 era de 35 años para las mujeres y de 33 para los hombres... Y ya estaban pasando los difíciles años de la revolución y los levantamientos armados, escaramuzas, asaltos y muerte violenta que trajeron consigo.
Desnutrición, falta de higiene, todo tipo de violencia, las enfermedades (incluso lo que hoy nos parecen leves infecciones); no se diga las epidemias: todo hablaba de que los seres humanos somos vulnerables, que podemos perder la vida entera o parte en cualquier momento.
Que si bien podías hacer planes para cuando fueras viejito, deberías saber que era muy posible que no llegaras y que solo tenías la vida mientras la tenías. Y también que te tendrías que despedir de los que amas, de quienes conoces... Que un día no verías más lo que estás acostumbrado; que no percibirías los olores, ni degustarías los sabores, ni palparías las texturas ni respirarías ningún tipo de aire, ni escucharías sonidos.
En 80 años el panorama cambió. Para 2010 el estado de la República con menos expectativa de vida era Guerrero con 73 años: 40 años más que antes. Nuestra relación con el mundo y las promesas culturales y económicas parecieran factores importantes para que olvidáramos que podemos morir, que somos frágiles, limitados. Parece que nos hemos llegado a creer que cosas como la muerte, la enfermedad, la pérdida de posibilidades vitales, sociales y económicas no nos pasarán a nosotros.
Ahora que vivimos la pandemia del coronavirus, con sus implicaciones económicas estamos trágicamente encerrados: porque la política de salud pública nos ha pedido aislarnos, pero también porque nos quedamos inmovilizados... y así nos perdemos las oportunidades de vivir y sentirnos - sabernos - experienciarnos vivos. Los lamentos nos recluyen provocan un movimiento de enclaustramiento emocional.
La idea de que nos muramos con el virus -que no esperábamos- nos hace perder perspectiva: cada uno y los nuestros estamos a expensas de los accidentes automovilísticos, de ser víctimas de la violencia, de la glucosa. Hay en este país muchísimas personas que están más acostumbrados que muchos otros a perder seres queridos. Y tengo la impresión de que ellos han salido -si pueden- a pasar un rato en el parque, a caminar por las calles, a andar algunos senderos cercanos. Ríen, disfrutan. Y no me parece que haya evidencia de que sean los únicos que están muriendo.
También tengo la impresión -y es solo eso, impresión, sin ningún dato "duro" de respaldo, sino solo mi experiencia y las muchas conversaciones que he tenido a lo largo de un año, que la clase media ilustrada está encerrada y que se siente muy frustrada porque también en sus filas la gente se enferma de Covid y algunos de sus conocidos mueren por ello. ¿Para qué tanto cuidarse si de todos modos son vulnerables al virus?
En un ensayo titulado Como envejecer, Bertrand Rusell toma el toro por los cuernos... "Algunas personas ancianas están oprimidas por el miedo a la muerte". Le parece indigno de quien ha vivido. Por ello sugiere a las personas en esa situación ampliar sus intereses, romper los límites del pasado, soltar para poder ir adelante. Suena sabio incluso para los no ancianos, para quienes añadiría: el miedo a la muerte nos quita la posibilidad de vivir lo que nos toca, de llenar nuestra existencia de sentires y pensares que le dan densidad, que permiten transitarla agradecidamente.
El miedo no evita la muerte, pero sí evita la vida... Hay que relativizar todo lo que nos espanta, no es tan mínimo que no merezca nuestra atención, pero tampoco tan grande como para que se vuelva nuestro amo y señor.
Vivir, vivir intensamente, llenarnos de lo que sí tenemos, aunque parecieran quitárnoslo nuestras propias enfermedades, carencias y las pérdidas que nos provocan los factores externos como la interacción con los demás, las situaciones económicas, sociales o políticas.
No proclamo una apología de la insensatez y la irresponsabilidad. Pero en estos tiempos de incertidumbre sí me invito e invito a quien le parezca sensato a no congelar la existencia para lo cual mirar a la muerte a los ojos, lo mismo que a la vulnerabilidad, se vuelve un aliado importante. De lo que hoy, ahora tenemos podemos tener alguna certeza... Disfrutarlo, agradecerlo, compartirlo, sí está en nuestras manos; lo demás, no.
Hacer frente sin ingenuidades al hecho de que en cualquier momento podemos morir, podemos enfermar, podemos perder, carecer, ayuda a voltear a ver y apreciar la salud que sí tenemos, la vida que nos palpita, las personas que nos han sido regaladas como compañeras de viaje, las cosas que hemos podido tener y que son disfrutables. Salir del encierro física o virtualmente, compartir lo que somos, sabemos, tenemos... Vivir, vivir.
Así, como dice Rusell al final de su ensayo, podremos vivir -y morir- contentos de saber que se hizo lo que fue posible hacer.
Aquí hay un enlace al diálogo que tuve con Gustavo García, de Expert Vox, sobre este tema. Te invito a mirarlo y compartir tus senti-pensares en estos tiempos de incertidumbre que no tienen por qué ser a cada momento los del final de nuestra vida.
Si quieres ver el video, sigue este hipervínculo: https://youtu.be/52UirY1XUFs