Caminar, vivir, compartir...

Durante años viajeros han apuntado en libretas sus vivencias, hallazgos, descubrimientos, curiosidades... Esta es una de ellas, con los apuntes al vuelo de este viajar por la vida . Estas notas brotan de lo que va pasando por mente y corazón en el auto, en la charla, al leer o mirar multimedia. Y se convierten en un espacio de convergencia entre los amigos, quienes también aquí pueden compartir los apuntes que van haciendo de su caminar por la vida.

lunes, 13 de diciembre de 2021

¿Pedagogía que habla de la autonomía o pedagogía de la autonomía?

 Autora: Graciela Isabel Huerta Bedolla

Los seres humanos nacemos llamados a pasar de la casi total heteronomía de la primera infancia a la mayor autonomía en la que con, por y para los demás somos lo más nosotros mismos que nos es posible. 
Se supone que quienes han andado el camino de la vida se ponen al lado de quienes en la minoría de edad lo comienzan y crear condiciones para que se descubran en proceso de autonomización y que los grupos de adultos proceden como un conjunto de personas autónomas que son capaces de co-crearse, de ser corresponsables.
Grace, como conocemos los amigos a la autora, nos comparte sus reflexiones sobre uno de los grandes pendientes que tiene nuestro sistema educativo y de formación permanente. Le agradecemos su contribución.

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A lo largo de los últimos años, mucho se ha dicho sobre la importancia de dejar la “escuela tradicional” atrás. Concretamente, se habla sobre la necesidad de aplicar modelos educativos activos, críticos y participativos, fundamentados en estrategias flexibles y recursos diversos. Como cualquier discurso, estas palabras se dicen fácil, pero es en la práctica que se vuelven más complejas. El reto es que, independientemente del rol que tengamos en el proceso de transformación educativa, seamos alumnos o docentes, ambos nos enfrentamos a la misma tarea: dejar ir los viejos hábitos.
Esta nueva realidad exige renunciar a la zona de confort y, por ende, a patrones de acción y pensamiento probablemente muy arraigados. Por consiguiente, el problema no está en que “podamos” lograr el cambio, sino en que “queramos” y llevemos a cabo las acciones adecuadas para su consecución. Dicho de otra forma, mucho se puede hablar sobre el cambio, pero éste es inexistente hasta que actuemos verdaderamente diferente. 
      Es sobre esta línea que me atrevo, a partir de mi experiencia, a distinguir entre la pedagogía que habla de la autonomía y la pedagogía de la autonomía. La primera dice promover la libertad del estudiante, pero fracasa en generar las condiciones para que ésta se manifieste. Curiosamente, este tipo de educación ha sido una constante dentro de mi proceso de formación y su supuesto carácter promotor del crecimiento y la autodeterminación se vuelve tan solo un eslogan publicitario, que no se ve reflejado en las prácticas académicas ejercidas.
 Como parte de esta pedagogía, los docentes siguen aplicando estrategias demasiado directivas y estructuradas, además de promover, consciente o inconscientemente, una interacción donde los alumnos estamos por debajo de su autoridad, lo cual nos lleva a reconocerlos como aquellos poseedores de la verdad y máximo conocimiento. En mi caso, y apuesto que en el de muchas otras personas, esto se ha evidenciado en una profunda dependencia a sus instrucciones, retroalimentaciones y validaciones.
       Si el docente dice que algo está mal, es porque debe estarlo y, si dice que algo está bien, pareciera no haber razones para cuestionarlo. Así, poco a poco y casi sin darnos cuenta, nuestra propia voz interna va desapareciendo y, en cambio, adoptamos la voz rectora de nuestros profesores. Sus estándares se vuelven nuestra guía y lo que antes parecía un acto de acompañamiento en el proceso, se vuelve realmente un acto en el cuál ellos marcan el camino a seguir.
Por el contrario, la pedagogía de la autonomía indica la meta, pero nos deja recorrer el camino que queramos para llegar a ella. No es un proceso fácil, especialmente después de acostumbrarnos a recibir constantes instrucciones, pero representa una oportunidad para demostrarnos que somos capaces de dar la talla. Dicho de otra forma, esta pedagogía no te enseña qué pensar, sino cómo pensar. El papel autoritario del profesor desaparece y deja de extinguir la curiosidad del alumno para entonces promover su libertad y sus inquietudes. Sé que leerlo en papel suena maravilloso, pero me atrevo a decir que vivirlo es complejo. Para el docente implica saber cómo y cuándo dejar que el alumno asuma mayor responsabilidad de su propio proceso formativo, mientras que para el alumno implica volver a encontrar su voz.
       Previo a escribir este texto, batallé en encontrar una forma de explicarlo claramente, hasta que recordé las ideas de Paulo Freire, Walter Mignolo y Frantz Fanon en torno a la colonialidad. Dentro de sus trabajos, estos tres autores distinguen entre “colonizadores/opresores” y “colonizados/oprimidos” que, para propósitos de esta reflexión, bien pueden asemejarse a “docentes” y “estudiantes”. El contraste es sencillo: ejercer la pedagogía de la autonomía es como el proceso de descolonización o emancipación de un país, donde los opresores (entendidos como los docentes) deben dejar ir las riendas del control y los oprimidos (entendidos como los alumnos) deben desprenderse de los dogmas que aprendieron de los opresores.
Si partimos de esta analogía, la principal dificultad que enfrentamos los alumnos como parte de nuestro trayecto a la autonomía es revalorizar nuestros saberes al punto de poder determinar una manera de pensar propia. Por consiguiente, mi mayor reto al vivir una situación así fue aprender a ejercer mi libertad y aprender a no dudar de mí misma. Pasé tanto tiempo sometiendo cada paso que daba a evaluación de mis docentes, que cuando tuve la oportunidad de avanzar en el camino que me parecía correcto, me sentí perdida.

       Lo interesante es que no estaba en realidad perdida, especialmente habiendo recibido acompañamiento por parte de mi profesor, pero sus aportaciones representaron un cambio tan drástico a las instrucciones de profesores anteriores, que la diferencia me hizo sentir desprotegida. Por primera vez no me dijeron qué hacer, me dijeron cuál era el objetivo y cuándo debía llegar a él, pero el cómo ya era mi responsabilidad. Ahí, frente a una realidad llena de posibilidades, me inundó una profunda sensación de incapacidad. 
No obstante, a medida que pasaron los días, este ejercicio de libertad me llevó a asumir responsabilidades que atribuía como propias del profesorado, dándome cuenta de que estoy en toda la capacidad de gestionar mi tiempo y que, para mi sorpresa, mis ideas pueden no coincidir con las de mis profesores y no por eso están incorrectas. A más de eso, mi inmersión en este tipo de pedagogía hizo que confiara más en mis capacidades. Claro, había muchas preguntas que aún me inquietaban, pero también contaba con fuentes para consultar y múltiples recursos con los cuales apoyarme.
Ahí donde antes abundaba la duda, ahora solo existía autodoterminación y proactividad, las cuales me ayudaron a percatarme de que cuando uno quiere algo, busca la forma de conseguirlo. Por si eso fuera poco, desarrollé una apreciación más profunda hacia la práctica docente, porque comprendí que el profesor, en su carácter de acompañante (y no “guía”), sabe a quién soltarle las riendas y en qué grado. Su invitación a la autonomía (porque eso es) es extendida a aquellos que están listos para asumirla, incluso cuando no creen estarlo. Se trata de algo similar a un “quiero que reconozcas en ti aquello que yo ya veo”.
En conclusión, la transición es retadora, pero el mensaje es sencillo: la rigurosidad académica no está peleada con la flexibilidad. Por el contrario, la libertad otorgada al alumno favorece una actitud indagadora y un crecimiento que le permite reconocerse no solo como un sujeto crítico, sino capaz. ¡Bienvenidas sean todas esas personas que, en el proceso de adentrarse a la pedagogía de la autonomía están dispuestas a aprender a desaprender, para entonces re-aprender de otra manera!

 

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