Autora: Graciela Isabel Huerta Bedolla
Los seres humanos nacemos llamados a pasar de la casi total heteronomía de la primera infancia a la mayor autonomía en la que con, por y para los demás somos lo más nosotros mismos que nos es posible.
Se supone que quienes han andado el camino de la vida se ponen al lado de quienes en la minoría de edad lo comienzan y crear condiciones para que se descubran en proceso de autonomización y que los grupos de adultos proceden como un conjunto de personas autónomas que son capaces de co-crearse, de ser corresponsables.
Grace, como conocemos los amigos a la autora, nos comparte sus reflexiones sobre uno de los grandes pendientes que tiene nuestro sistema educativo y de formación permanente. Le agradecemos su contribución.
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A lo largo de los últimos años,
mucho se ha dicho sobre la importancia de dejar la “escuela tradicional” atrás.
Concretamente, se habla sobre la necesidad de aplicar modelos educativos
activos, críticos y participativos, fundamentados en estrategias flexibles y
recursos diversos. Como cualquier discurso, estas palabras se dicen fácil, pero
es en la práctica que se vuelven más complejas. El reto es que,
independientemente del rol que tengamos en el proceso de transformación
educativa, seamos alumnos o docentes, ambos nos enfrentamos a la misma tarea:
dejar ir los viejos hábitos.
Esta nueva realidad
exige renunciar a la zona de confort y, por ende, a patrones de acción y
pensamiento probablemente muy arraigados. Por consiguiente, el problema no está
en que “podamos” lograr el cambio, sino en que “queramos” y llevemos a cabo las
acciones adecuadas para su consecución. Dicho de otra forma, mucho se puede
hablar sobre el cambio, pero éste es inexistente hasta que actuemos
verdaderamente diferente.
Es sobre esta línea
que me atrevo, a partir de mi experiencia, a distinguir entre la pedagogía
que habla de la autonomía y la pedagogía de la autonomía. La primera
dice promover la libertad del estudiante, pero fracasa en generar las
condiciones para que ésta se manifieste. Curiosamente, este tipo de educación
ha sido una constante dentro de mi proceso de formación y su supuesto carácter promotor
del crecimiento y la autodeterminación se vuelve tan solo un eslogan
publicitario, que no se ve reflejado en las prácticas académicas ejercidas.
Como parte de esta pedagogía, los docentes
siguen aplicando estrategias demasiado directivas y estructuradas, además de
promover, consciente o inconscientemente, una interacción donde los alumnos estamos
por debajo de su autoridad, lo cual nos lleva a reconocerlos como aquellos poseedores
de la verdad y máximo conocimiento. En mi caso, y apuesto que en el de muchas
otras personas, esto se ha evidenciado en una profunda dependencia a sus instrucciones,
retroalimentaciones y validaciones.
Si el docente dice
que algo está mal, es porque debe estarlo y, si dice que algo está bien,
pareciera no haber razones para cuestionarlo. Así, poco a poco y casi sin
darnos cuenta, nuestra propia voz interna va desapareciendo y, en cambio,
adoptamos la voz rectora de nuestros profesores. Sus estándares se vuelven
nuestra guía y lo que antes parecía un acto de acompañamiento en el proceso, se
vuelve realmente un acto en el cuál ellos marcan el camino a seguir.
Por el contrario, la
pedagogía de la autonomía indica la meta, pero nos deja recorrer el camino que
queramos para llegar a ella. No es un proceso fácil, especialmente después de
acostumbrarnos a recibir constantes instrucciones, pero representa una
oportunidad para demostrarnos que somos capaces de dar la talla. Dicho de otra
forma, esta pedagogía no te enseña qué pensar, sino cómo pensar. El papel
autoritario del profesor desaparece y deja de extinguir la curiosidad del
alumno para entonces promover su libertad y sus inquietudes. Sé que leerlo en
papel suena maravilloso, pero me atrevo a decir que vivirlo es complejo. Para
el docente implica saber cómo y cuándo dejar que el alumno asuma mayor
responsabilidad de su propio proceso formativo, mientras que para el alumno
implica volver a encontrar su voz.
Previo a escribir
este texto, batallé en encontrar una forma de explicarlo claramente, hasta que
recordé las ideas de Paulo Freire, Walter Mignolo y Frantz Fanon en torno a la
colonialidad. Dentro de sus trabajos, estos tres autores distinguen entre
“colonizadores/opresores” y “colonizados/oprimidos” que, para propósitos de
esta reflexión, bien pueden asemejarse a “docentes” y “estudiantes”. El
contraste es sencillo: ejercer la pedagogía de la autonomía es como el proceso de
descolonización o emancipación de un país, donde los opresores (entendidos como
los docentes) deben dejar ir las riendas del control y los oprimidos (entendidos
como los alumnos) deben desprenderse de los dogmas que aprendieron de los
opresores.
Si partimos de esta
analogía, la principal dificultad que enfrentamos los alumnos
como parte de nuestro trayecto a la autonomía es revalorizar nuestros saberes
al punto de poder determinar una manera de pensar propia. Por consiguiente, mi mayor
reto al vivir una situación así fue aprender a ejercer mi libertad y aprender a
no dudar de mí misma. Pasé tanto tiempo sometiendo cada paso que daba a
evaluación de mis docentes, que cuando tuve la oportunidad de avanzar en el
camino que me parecía correcto, me sentí perdida.
No obstante, a medida que pasaron los días, este
ejercicio de libertad me llevó a asumir responsabilidades que atribuía como
propias del profesorado, dándome cuenta de que estoy en toda la capacidad de gestionar
mi tiempo y que, para mi sorpresa, mis ideas pueden no coincidir con las de mis
profesores y no por eso están incorrectas. A más de eso, mi inmersión en este
tipo de pedagogía hizo que confiara más en mis capacidades. Claro, había muchas
preguntas que aún me inquietaban, pero también contaba con fuentes para
consultar y múltiples recursos con los cuales apoyarme.
Ahí donde antes abundaba la duda, ahora solo
existía autodoterminación y proactividad, las cuales me ayudaron a percatarme de
que cuando uno quiere algo, busca la forma de conseguirlo. Por si eso fuera
poco, desarrollé una apreciación más profunda hacia la práctica docente, porque
comprendí que el profesor, en su carácter de acompañante (y no “guía”), sabe a
quién soltarle las riendas y en qué grado. Su invitación a la autonomía (porque
eso es) es extendida a aquellos que están listos para asumirla, incluso cuando
no creen estarlo. Se trata de algo similar a un “quiero que reconozcas en ti aquello
que yo ya veo”.
En conclusión, la transición es retadora,
pero el mensaje es sencillo: la rigurosidad académica no está peleada con la flexibilidad. Por el
contrario, la libertad otorgada al alumno favorece una actitud indagadora y un
crecimiento que le permite reconocerse no solo como un sujeto crítico, sino
capaz. ¡Bienvenidas sean todas esas personas que, en el proceso de adentrarse a
la pedagogía de la autonomía están dispuestas a aprender a desaprender, para
entonces re-aprender de otra manera!
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