JOSÉ LUIS EMMANUEL HORTA GARCÍA
Resumen:
Desde la perspectiva de la “intencionalidad
de la vida buena, con y para otro” de la ética de Paul Ricoer se puede
plantear la interrogante de cómo formar desde la profesión de docente. La
pregunta plantea hasta dónde es la implicación de la labor de acompañar a
los alumnos. Es decir, qué le compete o no, a los profesores, en su búsqueda de
compartir cualidades éticas, intelectuales y afectivas. De modo que vaya más
allá de compartir conocimientos.
Una de las últimas tendencias en el núcleo de la sociedad, la familia, es el traslado del paquete de la educación de los hijos a las instituciones educativas y por ende a los docentes como individuos. La conciencia de tener que educar, formar y enseñar a los hijos es algo que requiere compromiso en un padre, en una madre. A lo que nos vamos enfrentando es a esa falta de capacidad que tenemos las personas de comprometernos, especialmente con otros seres humanos.
Cuando se trata de adolescentes que cursan
sus estudios en instituciones educativas, el contacto que tienen con los
docentes es casi diario. Las carencias de cualquier tipo se van haciendo
latentes y es imposible no percatarse de ello. De ahí la cuestión fundamental que
nace en este coloquio: ¿cuál es la postura que debe tomar un docente frente a
esas carencias de sus alumnos? ¿Hasta dónde es o no asunto suyo?
Hablando de ética, Paul Ricoeur la define
como: “intencionalidad de la vida buena, con y para otro, en instituciones justas” (p. 15). En el caso de
un docente o alguien que acompaña la formación de un adolescente, de manera
profesional, deberá cuestionarse si en su ética profesional entra este aspecto
de la “intencionalidad de la vida buena”. Sin querer indagar en todas las
acepciones que puedan tener estas palabras, algo que se entiende claramente es
que no se puede ser ajeno a que la labor de acompañamiento también abarca,
hasta cierto punto, la intención de que
vivan una vida buena.
Uno de los puntos fundamentales es resolver
individualmente si percibo en primer lugar a ese adolescente como “persona” o como “alumno”.
Si se percibe como alumno, entonces algo que es fundamental, se podrá cambiar
su nivel de importancia en el
acompañamiento y sería un error, según nuestro modelo educativo. Aunque cueste todos los días
recordar que primero son “personas”, esto es nuestra guía principal para que
ese acompañamiento, desde la formación, tenga un efecto en los adolescentes. De
otra manera, se está moldeando individuos que acaten normas, aprendan conocimientos, pero no personas que son
capaces de añadir esas enseñanzas a un
mundo donde necesitamos aplicarlas con
criterio, con sentido y competencia.
Si el hecho de acompañar y formar a la
persona que se está haciendo, según el sentido de potencia y acto aristotélico,
requiere abarcar la mayoría de sus facetas, entonces hay que cuestionarnos
sobre “qué cualidades esperamos que desarrolle el alumnado para que, teniendo
en cuenta las mismas, se pueda fomentar una formación docente tendente a
desarrollar esas cualidades éticas, intelectuales y afectivas en los/as
discentes” (Jacques Delors, en VV.AA., 1996). Una vez que cada docente o
acompañante decida que cualidades quiere aportar en sus clases o sesiones, entonces estaremos
dándoles un sentido más profundo a
nuestro trabajo, con una motivación
mayor que la de únicamente transmitir conocimientos y fabricar
autómatas.
En resumen, el objetivo docente y de un
acompañante será formar bien y formar para hacer el bien, según lo que cada uno
haya decidido que sea el sentido de su acompañamiento a los adolescentes.
Referencias:
Cortella, M.S. (2018). Convivencia, ética y educación. Audacia y esperanza. Madrid, Narcea de Ediciones.
Ricoeur, P. (1996). Sí mismo como otro. A.
Neira Calvo (Trad.). México. Siglo XXI.
VV.AA. (1996). La educación encierra un tesoro. Madrid, Santillana, S.A. Ediciones UNESCO
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