José Rafael de Regil Vélez. Si quieres conocer más del autor, haz click aquí
Los últimos días de agosto y los primeros de septiembre de este 2025 fueron intensos, esperanzadores, confiados, abrazadores; llenos de experiencias y con una u otra reflexión, desprendidos del nacimiento de Sophie, hija de mi hija (y de su papá, claro, jajajaja), mi nieta.
Entre mil y un sentires...
Para compartir mejor mis sentipensares debo remontarme a hace 31 años. Corrían los meses entre 1993 y el 1994. Mi paternidad se estaba estrenando. Vivíamos en la Ciudad de México, abriendo paso a la vida: después del confort de la vida religiosa (en la cual trabajaba muchísimo, pero todo estaba asegurado) debía abrirme paso en distintos frentes para afrontar el día a día que había decidido vivir en familia.
En ese entonces trabajaba de medio tiempo en la Universidad Iberoamericana Santa Fe (hoy Ciudad de México), daba clases en cuanto lado podía, incluidos los sábados y los periodos de vacaciones, participando como facilitador en procesos de educación continua allí donde me invitaran. Al mismo tiempo estudiaba periodismo, como un complemento necesario para mi formación académica y mi presente y futuro profesional. Eran los tiempos en los que editábamos una revista, apoyábamos editoriales en su producción de libros. Todo para avanzar paso a paso.
En ese contexto nació la primogénita (su hermana llegaría tres años después en un contexto similar). El ginecólogo que seguía el proceso previo al nacimiento estaba en Toluca. En una de las presumibles últimas consultas, el galeno dijo a Leti: es necesario que nazca ahora: para más tarde ya no podría asumir yo la responsabilidad.
Así que la cesárea ocurrió mientras yo me trasladaba del sur de la Ciudad de México a la capital mexiquense. No, no pude estar presente en el alumbramiento, llegué a ver a la pequeña y su mamá ya en el cuarto del hospital del nacimiento. Tantos lustros después tal vez no recuerdo muchos detalles, pero tengo clarísimo que vivía el momento con sentimientos encontrados: una alegría enorme por la pequeña, pequeñísima que ya nos acompañaba (y lo hará para siempre, solo que de distinta forma), una preocupación por el restablecimiento de la mamá, la presión de afrontar los gastos generados hasta el momento y los que seguramente se generarían...
Todo en mi mente y mi corazón al mismo tiempo en una sensación rara en la que parecía que se detenía el tiempo y simultánamente los minutos corrían desbocados. Dado que el nacimiento sucedió en sábado, en el trabajo se alegraron conmigo, pero me indicaron que me reportara el mismo lunes (a pesar de ser una universidad humanista, la Ibero no creía entonces en la importancia de que el padre pasara algunos de los primeros días con su retoño).
La paternidad, desde su primer día hasta ahora, ha sido un gozo, pero en su tiempo, diría yo los primeros 20 años, también fue preocupación, ocupación, expectativa, un poco de zozobra e incertidumbre. Por supuesto: conflictos, apuesta, educación. Y a mis 29 años estaba listo para afrontar el desafío; tanto como un ser humano puede estarlo para ser padre o madre; pues aunque se estudiara para la paternidad o la maternidad, nadie sabría cómo resolverlo hasta que lo va resolviendo.
Hoy soy un papá feliz por sus hijas; conciliado con mis límites y abierto a ser familia en un contexto totalmente distinto, en el que ellas son todas unas mujeres y nosotros ya podemos utilizar la credencial del INAPAM.
Los días pasados, como he referido, fueron únicos. Pero hoy es una nueva época, nuevos tiempos para la permanente humanidad que somos y seguimos siendo.
En la casa del abuelo
El 1 de septiembre quedó marcado como la fecha en que lloró, respiró, comió, descomió entre todos nosotros mi nieta, nuestra nieta (¡que somos cuatro los involucrados!). La conocí en la sala de recuperación postquirúrgica, mientras su mamá pasaba unas laaargaaas horas antes de ir a la habitación. Fue impactante: la vi en una cunita de la que casi al mismo tiempo su papá la tomó para acercarla un poco a nosotros, en los límites que nos señalaron para verla "de lejitos".
Una niña hermosa, que abrió sus ojitos y movió su boquita como diciendo "¿quién osa interrumpir mis largos 9 meses de placidez?". Un papá ocupado de ella, al mismo tiempo que estando totalmente para su esposa, nos la mostró a su abuela paterna, sus tíos también por parte de padre y a mí. Esta vez sí pude estar algunos días al lado de la pequeñita neonata, de mi hija y mi yerno. Todo es tan igual que hace treinta años, y todo es -al mismo tiempo- tan distinto: las circunstancias son totalmente otras.
Ternura, una gran ternura, una insospechada ternura fue lo que afectó y emocionó mi corazón e inundó mi mente. Sentimiento de cariño entrañable, acompañado de profundo agradecimiento, de despreocupada esperanza. No, no era mi hija, no había que vivir el acontecimiento con las exigencias de la paternidad y la filiación, como tres décadas antes.
Y eso fue una sensación impresionante. Mi hija y su esposo tienen mayor edad que la que teníamos padre y madre de ella cuando nació en el lejano siglo pasado. Son personas hechas y derechas, lo más conscientes que se puede ser cuando se estrenan como seres humanos que comparten la vida como fruto de una decisión y asumida responsablemente, tanto cuanto se puede entender en ese momento, que realmente ha marcado un antes y un después directamente en su existencia e indirectamente en todos los que de la forma que sea somos su familia.
Al lado de los sentires ya compartidos estuvo la alegría por nuestra neonata, pero también por su madre y su padre, por la forma en la que ellos han asumido su ser familia y por el celo con el que lo han vivido en los primeros días, paradójicamente abiertos a sus cercanos, a sus redes de amistad y solidaridad. También he experimentado la certeza que solo dan los años: saldrán adelante, de a como toque y podrán hacerlo sin estar solitos, solitarios, pues muchos los acompañan y otros menos, pero consistentemente, los respaldan.
Así que para mí, frente a una nieta, la primera (¿la única?) solo hay por delante ternura, gozo, presencia sosegada, plácida; comprometida en la forma en la que mis años y mis condiciones me lo permiten. Agradecimiento profundo, permanente, por el regalo de la vida, por el misterio de la forma en la que se construyen las microhistorias que hacen nuestra historia, mi historia.
Hoy me sé y me vivo con gozo, con la fruición que solo la experiencia de que siempre, siempre, de maneras insospechadas, la vida tiene la última palabra y no cualquier cosa que atente contra ella enmascarada en la tristeza, el sufrimiento, la frustración, la pérdida.
En la casa del abuelo se habita la cotidianeidad con la paz de quien ha aprendido que solo se vive una vida y vale la pena ser felices en ella, en la pequeñez y grandeza de cada día; agradeciendo en el presente todo bien recibido, alimentando la vida en el recuerdo del pasado que es capaz de escudriñar lo que ha construido y dejando de lado lo que tal vez no ha sumado o lo ha hecho de otra manera. Con la tranquilidad de vivir el futuro desde la esperanza que no distrae del presente, pero que le da una densidad que se construyó sabiendo que una y otra y otra vez a pesar de los pesares han sucedido siempre cosas buenas.
Que distinto ser padre de una bebé que su abuelo. Qué entrañable ser abuelo de mi pequeña. Qué reconfortante es vivir en los terrenos de la ternura.
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