Sandro Cohen, autor invitado
Cuidado del texto y edición: Socorro Romero Vargas
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También sucedió así en mis años de universidad, hasta que llegué al posgrado y empecé a conocer personalmente a escritores que también daban clases, pero no impartían sus mejores cátedras en el aula sino fuera del recinto universitario, en las taquerías, en las sobremesas… Y muchas veces ni siquiera hablábamos de literatura per se, sino de la vida en general, pero todo podía aplicarse al verso y la prosa. Y cuando llegaban esos momentos clave —las encrucijadas en que uno podía formular las preguntas que no lograba resolver solo—, cuando no había interrupciones ni distractores y el maestro estaba abierto a casi todo —incluso a revelar secretos— uno podía abrir el cofre del tesoro, como en este caso:
—Maestro, tengo semanas tratando de traducir este verso de Robert Browning, y nomás no le hallo. O no sale el endécasilabo o pierdo la esencia del verso.
—A ver… —y se tomó unos 15 o 20 segundos para reflexionar—. Mire, póngale así, con el adjetivo antes y sin artículo…
Me quedé estupefacto ante la perfección del verso traducido. Mi maestro en aquella ocasión era Rubén Bonifaz Nuño, uno de los mayores traductores y poetas de todos los tiempos en cualquier idioma. Cuando por fin pude cerrar la boca, no tardó en dar la estocada de remate:
—No hay verso que no se deje.
Era fama que el señor, profesor universitario, doctor en Letras —el mejor traductor al castellano de Catulo, Propercio, Virgilio y muchos clásicos más— no era el mejor maestro de aula. Algunos afirmaban que era aburrido, que dictaba sus clases. Puede ser. Nunca me tocó en el aula sino en la vida. Y así ha sido con muchos otros grandes escritores que se tomaron unos cuantos minutos para responder a alguna pregunta o inquietud mías. Y muchas veces ni ha sido necesario formular pregunta alguna: su sola conversación iluminaba. Así eran Octavio Paz, Carlos Illescas, Tomás Segovia, Alí Chumacero, Tomás Mojarro, Huberto Batis, Elías Nandino, Salvador Elizondo, Luis Mario Schneider, Frank Dauster: generosos con su sonrisa, su conversación, sus observaciones, su sentido del humor.
Adam Grant, un psicólogo organizacional, escribió en su artículo "Those Who Can Do, Can't Teach" ("Quienes no pueden hacerlo, dan clases"; New York Times, 29 de agosto de 2018, Opinion) que los mejores maestros son aquellos que tuvieron que luchar por dominar su área de conocimiento, que entienden las dificultades de quienes se le acercan por vez primera. Los genios —argumenta— como Einstein simplemente no captan lo difícil, lo endemoniado, de la materia que enseñan. Ni ven ni escuchan ni entienden a sus alumnos; están en otro nivel. Me imagino que Einstein habrá impartido sus mejores clases en algún bar de Princeton, con un par de cervezas de por medio. Deben de haber sido sus adjuntos quienes les abrían los ojos a los estudiantes de licenciatura en aquellos años en Berna y Zurich, Suiza, y en Nueva Jersey.
Algunos maestros nos inspiran enseñando en clase. Son los más y los más importantes para el 99 por ciento de la población. Otros maestros inspiran con que solo los veamos ejercer su arte, su oficio, su disciplina científica o técnica. No es necesario que hablen mucho, y las dos o tres palabras que salgan de su boca valen años de talacha, investigación, ensayo y error. Son oro molido. Pero hay que tener oídos para escuchar y cierto talento para aplicar lo que se escucha. Como hay de maestros a maestros, también hay de alumnos a alumnos.
¿Qué hace falta, pues, para que un gran creador, pensador, investigador sea también un gran profesor? El factor esencial radica en que el maestro se interese genuinamente en el deseo de sus alumnos de aprender, que entienda de dónde vienen, cuáles son sus lagunas; de qué tamaño, su ignorancia. Si sabe aprovechar su deseo de aprender, las lagunas se llenarán con rapidez, la ignorancia se disipará con la entusiasta búsqueda fuera de clase, con la práctica cotidiana del oficio, con luchar contra la adversidad bajo la guía discreta del maestro.
Esto es innato en cualquier buen profesor, pero cuando el alumno lo rebasa, cuando su talento lo lleva más lejos, tendrá que hallar a aquellos otros maestros, los cuales no siempre son los mejores del aula sino de la vida. Serán aquellos que, en momentos clave, nos abrirán los cofres de sus tesoros. Puede ser un par de palabras, una sonrisa, su manera de alterar la sintaxis de un endecasílabo.
Publicado originalmente en
https://www.facebook.com/sandrocohen/posts/10156736226269885?__tn__=K-R
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