Jaimito* estaba en el inicio de la vida, José* en su adultez madura y Graciela* en lo que podría considerarse la recta final de ella. Los tres nos dejaron con muy poca diferencia de días entre ellos, en formas, lugares y con compañías diferentes y sin embargo nos regalaron el mismo mensaje: si estamos dispuestos y mantenemos apertura, por doloroso que resulte, la muerte nos regala vida.
Jaimito se fue de un momento a otro... dejó a todos atónitos por su partida sorpresiva, porque tenía toda la vida por delante. Para sus más, más, más cercanos quedó la pregunta tan vieja como el género humano, tan nueva como cada acontecimiento ante el cual vuelve a ser formulada: ¿cómo se hace para seguir viviendo cuando la muerte arrebata la vida del inocente.
José regresaba de un viaje familiar vacacional al cual se había ido lleno de ilusión por el proyecto que había preparado para postularse como estudiante de un doctorado, ya con la experiencia laboral tan amplia con la que contaba y con un horizonte reflexivo construido a lo largo de los años, de la lectura, de las mil y un conversaciones tenidas... Llegó a casa y a los minutos fue sacudido por un infarto que terminó con su vida, que transformó la dinámica familiar y un amor largamente acuñado y cuidado.
Graciela creció casi muriéndose: tuvo un accidente en la niñez al que sobrevivió de manera prácticamente increíble. El resto de su biografía fue sobreponerse a las secuelas: tener hijos cuando se supone que no los tendría, caminar cuando lo lógico era que no lo haría, salir avante de muchas adversidades y siempre, siempre haciendo fiesta de todo, viviendo permanentemente enfiestada, celebrando los días, las personas, los acontecimientos. Ella tuvo tiempo de prepararse, de preparar a los suyos. Se fue despidiendo de a poquitos, logró reunir a todos sus cercanos los días previos a su deceso y se fue sin llantos, sin sobresaltos.
Estos tres casos recientes y muchos más que he atestiguado a lo largo de mi propio transitar la existencia me gritan algo que al menos a mí me resulta fundamental: la vida, en la muerte, nos regala la vida.
Cuando uno se centra en la muerte nada encaja en la lógica, pero cuando se apunta con la mente y el corazón a la vida finita que todos y cada uno tenemos -porque así somos. En ella se nos revela que la muerte es algo que no tenemos ni somos (la muerte no existe, sino como carencia) y lo que si somos vivos (tenemos vida, en lenguaje coloquial).
Sobrevivir la muerte, la pérdida de vida, de alguien solo es posible si nos afianzamos en en vivir, en aprender de lo vivido por ellos, muchas veces en relación con nosotros: sus alegrías, sus preguntas, sus tristezas remontadas; las conversaciones tenidas, los momentos compartidos son invitaciones para vivir y también llamadas de atención para no darle ni a eso ni a nada carácter de totalidad porque se acabará en sí mismo o para nosotros, pero tampoco despreciándolo al grado de no poderlo disfrutar, asumir, volver parte de las vivencias que dan densidad al día a día.
Con los papás de Jaimito aprendo la bendición de vivir paternalmente, pero también de dejar ir a mis hijas; de José el entusiasmo hasta el último momento, el compromiso con su hijo y su esposa; con quienes interactuó en el trabajo de animación y acompañamiento que atravesó casi todos sus días en la pastoral y la educación; de Graciela la fuerza, el carácter, la amabilidad y el tono festivo... Trato de hacerlos míos y en ello me siento vivo, me sé vivo, pero también me sentipienso en permanente despedida...
Lo reitero: la clave está en la vida, es ella la que nos revela en la muerte la vida... y en asumirla en la apertura para leer sus distintos mensajes en la vida de quienes han estado y están con nosotros, de manera inmediata o mediata...
Con la muerte sucede algo que es impresionante: la vida del que se fue se vuelve simbólica: deja de ser algo objetivo, y se vuelve un referente para nuestro vivir. Nos vemos a través de lo vivido por el que ya no vive y con apertura encontramos lo que queremos vivir o dejar de vivir para resignificar nuestra existencia cotidiana. La muerte resulta vivificante. Es así que se entiende que las personas dejan de ser cadáveres y se vuelven difuntos (https://misapuntesenelcamino.blogspot.com/2018/11/mas-difuntos-y-menos-cadaveres.html).
Entonces, cuando alguien muere en medio de la tristeza se abren la celebración de lo vivido, el agradecimiento por ello y por sus invitaciones; tener en el recuerdo a los difuntos se vuelve sensato no por superstición, espíritu de lo sobrenatural o posturas religiosas mágicas, sino porque se vuelven símbolo de lo por-vivir, de lo que viniendo sigue por-venir. Y eso le da densidad a nuestros rituales personales, familiares, religiosos al tiempo que se vuelve pro-vocación para vivir humanizantemente hasta que perezcamos y lo que quede en los nuestros sea la invitación a vivir tan intensamente como nosotros lo hayamos hecho.
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* Cambié los nombres para comodidad de sus familiares y amigos...
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