Autor: Fidencio Aguilar Víquez
Cuidado y corrección del texto: Socorro Romero Vargas
Una de las preocupaciones de Rafael de Regil desde hace muchos años ha sido
conocer el estatus del pulso religioso en nuestro tiempo. Sin duda, reflejo de
sus propias búsquedas, el situarse desde la propia condición histórica y
humana, desde el contexto de este momento histórico, el siglo XXI, puede
explicar la propia experiencia religiosa de forma más honda e integral. No
podríamos comprender ese pulso religioso sin situarnos en la historia presente
y en la experiencia personal. Esos son los horizontes sobre los cuales marcha
la reflexión de nuestro autor.
He visto en la lectura una modernidad colapsada, una posmodernidad pasmada
y un autor tratando de ubicar los elementos de un renovado humanismo cuya vena
central sea la de la experiencia religiosa como un vínculo consigo mismo, con
los demás, sobre todo en términos de fraternidad, diálogo y solidaridad, y con
Dios encarnado en la persona de Jesús de Nazaret. Esta expresión resumida no es
fácil y ha significado para de Regil toda una vida dedicada al estudio, a la
observación y a la construcción de un diálogo productivo que parta de este
vínculo entre el ser humano y Dios. El camino por la modernidad, la aceptación
de una cierta condición posmoderna y la apertura de nuevas posibilidades es un
plan de viaje que puede atraer a los lectores a esta obra que aparece ahora en
este formato electrónico propio de nuestro tiempo. Será una lectura que
interpele nuestra propia situación en el tema.
El pensamiento moderno comenzó con un reclamo de autonomía. El sujeto
humano, el hombre en términos antropocéntricos, quiso desvincularse de una relación
que le resultaba ya incómoda, cultural e históricamente, la del binomio de lo
natural con lo sobrenatural. Lo sobrenatural, cargado de dogmas y de
disciplina, comenzó a ser hecho a un lado para proclamar, más bien, el valor de
lo natural que hay en el ser humano, al grado que la naturaleza se volvió una
suerte de criterio de valor. Con ello, el ser humano comenzó a mirar más al
siglo, «saeculum», al
tiempo, a la historia, al mundo. Dejó de mirar al mundo sobrenatural, a la otra
vida, para centrarse en esta vida, en este mundo, en el aquí y el ahora. Esto
es lo que se llama el proceso de secularización.
Dios comenzó a ser hecho a un lado para que su lugar lo ocupara el hombre;
ese fue el proyecto inicial del pensamiento moderno. El sujeto humano había llegado
a su madurez, a ocupar su razón y, con ella, ayudado por la ciencia y la
tecnología, construir el nuevo mundo del libre mercado y de la autoridad del
estado. Esos ideales de libertad, igualdad y fraternidad de espaldas al mundo
anterior son los que sustentan la nueva sociedad ya no basada en la autoridad
que emana de Dios sino en la que emana de la soberanía del pueblo. Como puede
apreciarse, se trata del modelo de sociedad democrática en el contexto de
mercado, es decir, de la sociedad tal y como la hemos conocido en nuestro
tiempo (hasta antes de la pandemia del COVID-19).
Sin embargo, ese reclamo de autonomía, que en los hechos se tradujo como un
apartarse de y negar a Dios, se tradujo muy pronto en una humillación de lo
humano, del propio rostro de las personas y de negación de la propia condición
humana. La incapacidad de diálogo y de violencia contra el otro son los
resultados más elocuentes de la nueva situación. Lo que propiamente introdujo
en la historia reciente la exclusión, la intolerancia y la violencia. Con ello,
y para salir de esas circunstancias, paradójicamente, se produjo una sociedad
de consumo altamente nihilista. Precisamente brotó una sociedad individualista,
de desinterés por los demás, de insolidaridad y tremendamente desigual.
En ese contexto, ¿qué retos implica para el cristiano esto? De Regil señala
sin lugar a dudas la fe dialogante y humilde que se encarne y “articule en la
propia existencia, que brote de una profunda experiencia y se viva en lo
cotidiano, que se encarne en el mundo y a él se exponga.” Esto conducirá, según
nuestro autor, en esa doble dinámica de inculturación del anuncio y de
evangelización de la cultura. Un rasgo notable a lo largo de todo el texto es
la referencia a la constitución Gaudium
et spes del Vaticano II, que abrió por primera vez en mucho tiempo a la
Iglesia al mundo moderno, al mundo contemporáneo, a nuestro tiempo.
Tomando en cuenta la reflexión de una multiplicidad de autores, uno de
ellos Mardones, el autor señala que es necesaria la solidaridad para rescatar
el rostro del hombre y la mujer de nuestros días. Se requiere de una humanidad
solidaria que dé sustrato a la dinámica social. ¿De qué sirve una economía o
una política en estos tiempos de crisis sin esa vena, sin esa energía y
motivación profundamente humana de la solidaridad? Es preciso “generar
ambientes donde el humanismo sea posible”, donde el otro sea reconocido,
aceptado y abrazado. Esto supone valores como el perdón, la esperanza, la
fraternidad, la igualdad, la justicia y la misericordia, entre otros.
Esto desde luego supone no quedarse en una situación de amargura por el
mundo que nos ha tocado vivir, con todo y los grandes problemas que han
emergido. Por el contrario, para el creyente supone vivir la fe con alegría,
como si se tratara de una fiesta de los corazones, del hermanamiento de los
seres humanos. Esa es la aportación de los hombres y mujeres de fe. A partir de
esa actitud, la fraternidad se tornará gratuidad: hacer por el otro sin otra
razón que su rostro humano, su consideración como persona, valiosa por sí y en
sí misma. Nada de pragmatismo ni utilitarismo, sino entrega de sí al servicio
de los demás. No como una inmolación a quién sabe qué causa que vendrá en un
futuro remoto, sino como descubrimiento del propio rostro a través del
reconocimiento del otro.
Esa aportación se vuelve, según nuestro autor, en uno de los elementos
claves de la forma de educarnos y de educar a las generaciones que vendrán y es
lo que permitirá que éstas aprendan que la fraternidad es capaz de dar sentido
a nuestras vidas y a la vida de cada quien en el «aquí y ahora» de nuestra condición presente. Es
lo que, a final de cuentas, hizo Jesús de Nazaret. Venir a reconocer lo humano
como eje sobre el cual concretar el reino del Padre. Es curioso que de Regil
vaya hilando su reflexión para apuntar a este núcleo donde se comprende mejor
la fraternidad: con la referencia al Padre común. No es algo menor esto, pero
está dicho como una amable sugerencia que el lector descubre a lo largo de la
lectura.
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