Después de una
muy larga gestación, por fin nació el 11 de octubre de 1962 y desde sus
primeros momentos impactó a cercanos y lejanos.
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Un alumbramiento necesario
La primera mitad
del siglo XX fue convulsa. No solo por las dos guerras mundiales, cuyas
consecuencias llegaron más allá de lo material y los millones de muertos que
produjeron. Heredero de la modernidad, devenido entre la aparición de nuevas
explicaciones científicas y filosóficas y la irrupción de tecnologías que
modificaron la relación de las personas consigo mismas, con los demás, con el
mundo, el pasado siglo cimbró todas las certezas de la humanidad.
Ante los vertiginosos
cambios en la cultura, en la economía, la política, las costumbres de cada día,
los cristianos se sentían más que cuestionados: ¿cómo podrían o deberían
entender y vivir su fe en un mundo en el que la Iglesia parecía rancia,
enmohecida, envejecida y en los peores vaticinios, en peligro de extinción? Su
vivencia del Evangelio les resultaba una buena noticia, pero los moldes
eclesiales resultaban incómodos, estrechos, increíbles para la mayoría de sus
contemporáneos.
La década de los
cincuenta fue de jaloneos, que simplificados podrían exponerse como en un lado
los que querían vivir de los triunfos, las palabras, los ritos, las
afirmaciones morales del pasado; por otro lado quienes querían una puesta al
día; partir en su vida diaria y en su presencia social de la riqueza de casi
dos mil años de vivencia del Evangelio, pero buscando lenguajes renovados, una
renovada visión de su ser y quehacer en el mundo que les había tocado vivir, en
el cual habían sido llamados a ser fermento.
Un padre empeñado en traerlo al mundo
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fAngelo Roncalli, fue un sacerdote bergamasco que en su vida bien sea como capellán militar, como presidente para Italia de las obras de la Propagación de la Fe, como obispo servidor en la diplomacia vaticana, conoció en carne propia las resistencias de muchísimas personas a las formas externas de la fe cristiana. Sin embargo, en carne propia -y la de muchos de sus conocidos cercanos y no tanto- sabía cómo una vida brotada del encuentro con Jesús de Nazareth, el Cristo, podría llevar a la fraternidad que responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano.
Movido por esa
certeza, siendo Papa bajo el nombre de Juan XXIII (y con el apodo del papa
bueno), determinó que era necesario que naciera un Concilio Ecuménico, el
Vaticano II. En otras palabras, hizo posible que se reunieran obispos
representantes de todo el mundo para discutir, reflexionar y pronunciarse
dogmática y pastoralmente sobre las necesidades de los cristianos –y la
Iglesia- en el mundo contemporáneo. Por ello el 25 de enero de 1959 anunció el
inusual encuentro que vio la luz el 11 de octubre de 1962.
Un nacimiento conmovedor
Tres años duró el
parto –de 1962 a 1965. Se necesitaron dos papas, 2800 obispos (acompañados de
muchísimos asesores sacerdotes, religiosos y laicos) y cuatro sesiones para que
por fin viera la luz.
Las larguísimas
horas de discusiones públicas y privadas, de producción y revisión de textos,
quedaron plasmadas en 16 documentos (constituciones dogmáticas y pastorales,
decretos y declaraciones) dan cuenta de la revisión que se hizo sobre el ser y
quehacer de la Iglesia y sus miembros, de la forma de entender su visión
teológica de la realidad, su vocación pastoral, el rol de sus miembros
(obispos, sacerdotes, religiosos, laicos), de la respuesta que habría que ir
configurando si se quería ser fiel a Jesús y a los tiempos.
Sesenta años y con mucho futuro por delante
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Sesenta años han pasado desde entonces y tiene un gran futuro por delante. El Concilio Vaticano II sigue siendo una invitación para acoger las búsquedas humanizantes de creyentes y no creyentes, esas que llevan al diseño de estrategias, a la toma de opciones éticas que hagan que un mundo “más como Dios quiere” sea de alguna manera posible; es una invitación, incluso una provocación para participar en la construcción de formas de relación fraternas, tejidas en la justicia, ideadas en la creatividad, movidas por los anhelos de libertad.
Si bien ha habido
camino desde aquel lejano 1962 –o cercano, mirado a la luz de 2000 años de
experiencia del Evangelio-, todavía puede haberlo. Hay que caminar en
formulaciones teológicas que sean comprensibles para las mujeres y los hombres,
en formas rituales, litúrgicas, que acojan la capacidad re-ligada y simbólica
que tenemos para comulgar la experiencia de que Dios ama la vida.
Hay que idear y
concretar formas de presencia que lleven en las fronteras de la pobreza, la
migración, la discriminación, la vulnerabilidad, el mensaje de que de ninguna
manera la muerte tiene la última palabra; pues Jesús ha resucitado y con él hay
una comunidad que comulga la pasión por la vida humana en una casa común en la
que todos tienen cabida, excepto quienes no quieran estar en ella… Caminos de
servicio a la causa de lo humano, porque en Jesús nada de lo humano nos es
indiferente.
Algunas de las preguntas que los padres conciliares (los obispos) afrontaron y que hoy pueden seguirnos provocando, o que al menos a mí me provocan:
- Qué significa ser Iglesia, comunidad de bautizados, pueblo de Dios en términos de sinodalidad, cuando nuestras culturas tienden a ser clericalistas e impera el servilismo laical?
- ¿Cómo hacer parte de nuestra vida diaria el contacto con la revelación en un contexto de prisas, sobresaturación laboral, sígnica, en el imperio de la superficialidad?
- ¿Es posible celebrar la vida en la fe conservando el patrimonio de 2000 años de tradiciones rituales, dando vida a símbolos que parecen muertos por oler a pasado y no tener referentes actuales?
- ¿Cómo afronta la Iglesia los gozos y las esperanzas de las personas en los temas que son polémicos, contradictorios, de debate temporal?
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