Autor: José Rafael de Regil Vélez. Si quieres conocer más del autor, haz click aquí
Lo que separa... no une
Era muy joven, de los 14 a los 15 años, cuando siendo estudiante normalista comencé a trabajar en un oratorio festivo salesiano, en la ciudad de Puebla. Para que quien me lee tenga mejor contexto, diré que en ese tiempo -1980- todavía existía el Muro de Berlín, el marxismo era una ideología en boga y su postura materialista histórica y dialéctica alentaba el discurso de muchas personas. En su ateísmo, veían a la religión como el analgésico de la humanidad, destinado a calmar los dolores de mujeres y hombres, pero sin llegar a la causa de sus desventuras. La militancia era feroz.
Y hay que decir que no menos fiera era la combatividad de grupos religiosos que veían en los comunistas y los socialistas sin Dios a los enemigos a combatir.
La coincidencia de grupos de ambas posturas muchas veces terminó en golpes, insultos, y alguna vez, también en la pérdida de la vida para algún desafortunado. Lo mismo sucedía entre grupos religiosos: católicos, evangelistas, testigos de Jehová... semillas del desencuentro, la falta de diálogo y como suele decirse en esta época: de la intolerancia, la falta de cooperación y la inexistencia del diálogo.
La consigna que flotaba en el ambiente parecía ser: o piensas como yo, o crees lo mismo que yo y de la manera en que yo lo creo (ese yo también era nosotros y se refería a los grupos o comunidades en las que uno estaba adscrito) o estás en mi contra y nada tenemos que hacer el uno junto al otro.
Recuerdo que en el Oratorio Juan Bautista Pedroni concurríamos niños y jóvenes católicos (al menos nosotros, que siendo normalistas éramos aspirantes a la vida religiosa con los salesianos) y ateos y descreídos, porque muchos venían de familias de obreros que trabajaban en los entonces existentes fábricas poblanas de textiles y estaban adscritos al combativo partido comunista.
Nos reuníamos a jugar futbol. Habíamos organizado una liga que tenía algunos equipos infantiles y otros maś juveniles. Nuestro lugar de encuentro (así, subrayado y después quedará claro por qué) era un terreno en un fraccionamiento que recién empezaba a construir sus casas. El fraccionador nos lo dio y puso dos porterías... El resto eran piedras y esa tierra que en tiempo de lluvias hace colosales lodos y en secas te deja empanizado.
En las banquetas coincidíamos, charlábamos de las familias, de la semana, del que estaba enfermo, del papá desempleado, encarcelado o que tenía un trabajo que lo mantenía lejos de casa durante muchos días. En los partidos, el descanso del medio tiempo lo destinábamos a "pláticas formativas" que no eran sino la explicación del evangelio dominical con los términos más humanistas y menos teológicos posibles, para que todos nos lleváramos alguna reflexión. Dos años pasamos allí, y fuimos amigos del Ratón, el Migue, el Gordo y no recuerdo cuántos más.
Al paso del tiempo, en mi último año de normalista, en la Ciudad de México, coincidimos con estudiantes de la UNAM, que vivían en verdaderas comunas para poder ahorrar gastos, por ser extranjeros provenientes de Bolivia, Colombia, Ecuador. Muchos de ellos adscritos a la entonces existente guerrilla de sus países, todos fincados en ideologías revolucionarias de cuño ateo. Con ellas y ellos tuvimos algún otro amigo y yo católicos y diferentes a ellos, buenos momentos de canto, de conversación, de probar guisos sudamericanos con insumos mexicanos.
Al mismo tiempo, en la misma época fui testigo, como señalé al principio, de división, incapacidad de unión, de desacreditación, desestimación debida a los discursos, a los "catecismos" católicos o marxistas recitados desde la postura de superioridad de creer que se tiene la verdad, la verdad dada, no la construida a partir de la experiencia y el encuentro con las cosas cuya forma de ser tenemos que desvelar (Soy filósofo y educador: me encantan las desveladas).
Me atrevo a decir con la autoridad que da la experiencia vivida que en ambos casos fue posible el encuentro, la coincidencia, y algo muy cercano al diálogo... Ese que no era posible en muchos grupos en los que las ideas y las creencias eran lo único importante como aglutinador humano.
Hace poco platicaba con mi amigo Ricardo. Él y yo no estamos adscritos a la misma comunidad religiosa. Él comulga en una iglesia renovada (protestante les dicen en lenguaje común, aunque no del todo apropiado) y yo, a mi edad, sigo siendo católico. Nos conocimos en una maestría en la que fui facilitador y él estudiante. Allí nos descubrimos apasionados de la pastoral y la educación. Y desde entonces hemos forjado una amistad que en sus palabras puede resultar inusual, porque a nuestro alrededor es frecuente la exclusión por no pensar y creer lo mismo, y de la misma manera (me permito la repetición de la expresión, porque creo que es precisa).
En esa ocasión uno de los motivos de nuestro saludo y conversación era la entrada de un huracán que golpearía las ciudades donde vive y trabaja y un incidente de violencia escolar entre preparatorianos de la institución educativa que dirige y que estaba atendiendo con todos los protocolos que el caso merece. Me preocupaba su preocupación. Y cuando todo pasó, me alivió su alivio.
En la superficie de la esfera no hay coincidencia
Tras nuestra charla, me quedé pensando: ¿dónde es que se da el encuentro entre las personas, ese que permite que quienes tienen estilos de vida diferentes, particularidades morales diversas, explicaciones de la vida con distintas palabras y enfoques puedan ser amigos e interactuar juntos de manera solidaria? Y recordando experiencias como las que he compartido y otras más puedo afirmar que en la compasión.
José María Mardones fue un amigo filósofo, sociólogo, teólogo de producción intelectual prolífica en los 80 y 90 del siglo pasado hasta que la muerte le sorprendió a una edad que no merecía que se fuera. Alguna vez lo escuché conversar sobre lo difícil que son la tolerancia, la inclusión, la interacción fraterna entre las personas, y utilizó un recurso literario muy ilustrativo.
Comparó las relaciones humanas con una esfera en la cual es casi imposible que quienes están en distintos lados lleguen a coincidir. El decía que la única manera que sucediera el encuentro es que se diera en el centro, en el núcleo, en lo profundo y no la superficie de la esfera. Esta consistiría en lo de cada día, que damos por hecho y que nos lleva a vivir de una forma determinada y diferente a la de otras personas y grupos sociales: las ideas, las palabras, las tradiciones, las costumbres... Incluso formas más elaboradas de la convivencia social como la forma en la que estructuramos las instituciones políticas, el derecho, la educación.
A diferencia de la periferia, el centro o núcleo está formado por la compasión, esta impresionante capacidad humana de ponernos a trabajar hombro a hombro, codo a codo con otras personas para solucionar los retos que presenta la existencia cotidiana cuando nos importan sus carencias y las nuestras, sus penas, sus dolores, sus vulnerabilidades y también sus motivos de orgullo, de gozo, de apuesta por la vida.
En la compasión, nos ponemos a chambear para salir adelante, para no dejar abandonado al que menos tiene, al que está tronado porque las adicciones lo hicieron prisionero, o la enfermedad lo aqueja, o el desempleo lo ha dejado sin tener un pan que llevar a la mesa, al que quedó paralizado por el dolor de la muerte, de la injusticia.
En la compasión podemos conversar con quien nos comparte su sentir ante la adversidad o la fortuna. Podemos disfrutar los pasos humanizantes que alguien va dando.
Un poco más: a partir del encuentro compasivo podemos dialogar sobre las cosas que nos valen la pena para andar la vida, sobre el sentido que tienen las ideas con las cuales nos explicamos la realidad y reconocer en ellas formas de entender la existencia que pueden complementar las nuestras, porque las hemos visto reales, humanizantes.
El mecanismo que posibilita el diálogo y no solo los monólogos simultáneos (como cuando dos personas que piensan distinto van a un panel, cada quien vierte su rollo, pero quedan indiferentes el uno frente al pensamiento del otro) es el que se desprende del encuentro, del reconocimiento del otro, de su rostro,sus gestos, sus sentipensares, de ser testigos de su forma de vida, de sus luchas, sus aspiraciones, sus dolores. Levinas y la antigua sabiduría prehispánica nos hablan de ello.
Y es que la dimensión entrañable de la vida nos abre a la disposición para comprender lo que el otro piensa, lo que el otro cree. Nos permite entrever lo fundamental de sus creencias, de sus estructuras morales y encontrar los puntos de coincidencia...
En la compasión se enrutan los dinamismos humanos fundamentales: nuestra búsqueda de verdad se encauza diferente cuando se trata de crear condiciones de vida digna en las que quepamos; nuestras decisiones se orientan más fácilmente al bien común (Libertad sin compasión: hipotecar la vida humana), la solidaridad condiciona nuestras preocupaciones, los afectos van más allá de la autoestima y el autocuidado.
Y entonces todo queda dispuesto para el humor,para lo lúdico, esos espacios de encuentro que no necesariamente producen ganancia económica y que sí nos recrean para continuar el afán de la vida.
¿Dónde se da el encuentro? No en las ideas, las estructuras de creencias, las prácticas morales por sí mismas, sino en la compasión que desvela ante nosotros a la persona que piensa, que cree, que orienta su vida. Y a partir de allí una solidaridad fraterna, ecuménica (universal) se hace inicialmente posible. Y en ella, siempre encontraremos riqueza, y seguramente no saldremos depauperados, como sí sucede cuando en la cerrazón ideológica, axiológica, moral terminamos unos desacreditando a otros; cuando no atacándonos e incluso, matándonos.
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