Autor: José Rafael de Regil Vélez. Si quieres conocer más del autor, haz click aquí
Hace algunos ayeres, aunque no tantos,
discutíamos en una reunión de profesores del bachillerato en el que laboraba.
El asunto versaba en torno a los exámenes parciales.
Los participantes teníamos puntos
encontrados sobre el sentido y la finalidad real de estos instrumentos de
calificación; que no necesariamente de evaluación.
Por una parte, unos poníamos el énfasis en
qué información daría la prueba al estudiante para saber si había alcanzado o
no el aprendizaje que se esperaba que obtuviera en un momento del curso; por
otra, había quienes enfatizaban la calificación que podrían obtener los
discípulos; cómo podrían llegar al diez, pero que fueran pocos (no podría ser
tan fácil), cuántos deberían quedarse sin aprobar, con su cinco o menos.
Reprobar es la consecuencia
Crecí en un ambiente escolar “normal” para
los años 70 y 80 del siglo pasado, en los que cursé la escolaridad básica y la
media superior, que en mi caso fue la Normal Primaria. Se daba entonces mucha
importancia a las calificaciones que obtenían los alumnos. Había los del cuadro
de honor y los que habitualmente reprobaban.
La consecuencia de no poner el suficiente
empeño, o estar en desventaja por el motivo que fuera, deberían pagarla el
alumno y su familia: no aprobar el parcial, o incluso el curso.
En esta óptica, los ganadores serían los
que pudieran transitar por el sistema escolar con buenos promedios o, incluso
excelentes. Tendrían el camino abierto a las becas, a la mención honorífica en
la Universidad.
Y creo que aun en día esa mentalidad sigue
presente… Cuando se piensa en el paso de niñas, niños, adolescentes por el
Sistema Educativo, suele pensarse que deben demostrar que son capaces de
“ganarse una calificación que los lleve a acreditar la educación básica, la
media o la superior”. Y si no pueden ganársela, deben reprobar. Por eso se mira
muy mal que en la primaria y la secundaria suela haber pocos reprobados: se les
dan los mismos méritos que a quienes se esfuerzan.
Niños de dieces… y no necesariamente algo más
Cuando dirigía una institución de educación
media en la que los estudiantes tenían que conocer el sistema laboral desde
dentro, a través del trabajo en fábricas, almacenes, establecimientos de
servicios, debía hacer convenios con gerentes de recursos humanos para que
recibieran en sus empresas a nuestros estudiantes.
Invariablemente la conversación giraba en
torno a que en los lugares en los que ellos se desempeñaban no se confiaba en
que los egresados de las escuelas con promedios altos podrían desenvolverse
adecuadamente en la labor que deberían realizar. La experiencia en la vida real
es que mejor calificación no significaba necesariamente mejor desempeño
laboral, mayor capacidad para crear equipo, resolver problemas, comunicarse
adecuadamente, capacitarse y formarse permanentemente como parte de una forma
de vida.
Eran no pocos los casos de trabajadores con
mediocres promedios escolares y con buen desenvolvimiento en los requisitos
para ser partes de buenos equipos de trabajo, con buena productividad.
Algo parecido he constatado con quienes
acompañan familias: que los cónyuges hayan sido niños del cuadro de honor no
garantiza su capacidad de convivencia, de resolución de conflictos, de generación
de alternativas económicas en situaciones difíciles.
Y mi experiencia vecinal es parecida.
Tras todo ello considero que dudar de
identificar buenos promedios con adecuada trayectoria educativa es necesario.
¿Escuela y educación para qué?
Parece obvio, pero en la realidad no lo es:
los seres humanos nos educamos para poder encargarnos de nosotros mismos, por,
con y para los demás, encargándonos del mundo que nos ha tocado vivir para que
haya condiciones de vida para un vivir con un mínimo de dignidad, de justicia,
con capacidad de crecimiento personal y social.
Y ante esta finalidad las preguntas
educativas que para las escuelas importan son: ¿cuáles son los mínimos
indispensables en términos de conocimientos, de habilidades y de actitudes que
todos debemos tener para cuidarnos, cuidándonos con los demás y cuidando el
mundo? ¿Cómo podemos crear estrategias para que en la educación básica la mayor
parte de las niñas, niños y adolescentes puedan ir hacia allá? ¿Cómo debemos
dialogar y retroalimentar -sentido profundo de la evaluación- los distintos
pasos que se dan en la trayectoria escolar para que los educandos se vayan
apropiando de su dinamismo multirelacional de ser personas? ¿Cómo priorizar el
trabajo con quien se rezaga escolarmente sin descuidar a quien avanza?
Y para las familias y el resto de la
sociedad habrá que preguntarse: ¿cómo ayudamos a cada ciudadano a que pueda
desenvolverse como tal? ¿Cómo ayudamos a las escuelas a que abatir el rezago en
los aprendizajes sea una tarea de alguna manera viable?
Una buena educación da las herramientas
para que las personas interactuemos ciudadanamente: que seamos capaces de
comunicarnos, de incluir a quienes son diferentes a nosotros pero que también
aportan de alguna manera para un mundo humano; que podamos resolver problemas
personales, sociales; que creemos alternativas, que podamos emocionarnos y al
mismo tiempo encontrar nuestros equilibrios para -sí- ser de alguna manera
felices.
Cuando la finalidad del día a día en las
aulas se identifica con lograr calificaciones aprobatorias en realidad todos
salimos perdiendo, no solo los reprobados, porque se desvirtúa el sentido
de la trayectoria escolar. No nos importan los reprobados, pues al fin y al
cabo están pagando el precio de su incapacidad -voluntaria o no- y ponemos la
carne en el asador para que luzcan los lucibles.
Que una persona transite la primaria, la
secundaria, la educación media tiene como razón de ser que logre formarse como
ciudadano autónomo: capaz de encargarse de sí razonablemente, con equilibrio
afectivo; con comprensión de la realidad en la que vive, con sus límites y
también posibilidades, que desarrolle las habilidades integrales para ser
feliz, para rediseñar el mundo, la cultura; para enriquecer la moral para
plantear sólidos sentidos de vida.
Cuando alguien se queda atrás, en realidad los
“ganadores” también pierden, porque se dificulta la labor de humanizarnos
humanizando el mundo.
En esta perspectiva, apostar por que las
trayectorias educativas sean ricas en aprendizajes de conocimientos,
habilidades y actitudes que todos puedan hacer suyas, es imperativo para padres
de familia, profesores, directivos, administradores escolares…. Porque si los habitualmente
rezagados ganan, seguramente todos ganamos.
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