Autor: José Rafael de Regil Vélez, si quieres conocer más del autor, haz click aquí
Recordé la experiencia cuando leía el libro La buena y la mala educación. Ejemplos Internacionales (versión en castellano 2012, Ediciones Encuentro), de Inger Enkvist. En este texto la pedagoga sueca -asesora de ministros de educación y organismos internacionales- hace una crítica a los llamados "nuevos" modelos pedagógicos. El libro todo vale la pena, pero no es mi intención en esta ocasión reseñarlo.
Un conjunto de reflexiones de la académica sueca provocó mi recuerdo bogotano y al paso de los días el de otras varias experiencias que he vivido como educador en diferentes ambientes.
Cuando no tenemos palabras
El lenguaje, las palabras nos introducen en la relación con los demás y con el mundo: nos dan usos, significados, nos permiten conversar, charlar, jugar, pero también dialogar, entender los sucesos, relacionar sentidos, acontecimientos... Nos dan una visión del mundo.
La cotidianidad nos da palabras. Con ellas resolvemos lo muy inmediato: la convivencia con nuestros más próximos: familia, amigos, incluso dándonos oportunidad de ciertas complicidades que tejen las relaciones y que permiten que con nuestros allegados no tengamos que "poner todo sobre la mesa" para explicar aquello a lo que nos referimos. Este vocabulario nos llega espontáneamente y es útil para nombrar lo que tenemos allí, enfrente.
Se tratan de palabras que nos dan seguridad, certeza, que permiten las preguntas muy primarias de la niñez que se convierten en respuestas de primera mano que se pueden llegar a volver "LAS inamovibles respuestas que guíen nuestra vida"
Sin embargo hay palabras que no nos da la cotidianidad ni tampoco nuestros cercanos -o no en muchos casos-. Hay vocablos, términos, signos que requieren ser adquiridos fuera de casa, del parque o lugar de reunión con los amigos y que nos permiten movernos en situaciones mediatas, comunicarnos con otras personas que, como nosotros, tienen sus propios códigos comunicativos, pero que necesitan ensancharlos para dialogar, para tomar acuerdos, para poder incluso plantearse preguntas más pertinentes ante la realidad.Cuando tengo clases con mis estudiantes universitarios, muchas veces sienten la angustia de no entender lo que estamos discurriendo en muchos momentos y no solo porque se trate de una disciplina que les es ajena -filosofía-, sino porque carecen del vocabulario que les permita entender más allá de lo de todos los días en su vida personal y profesional. Debemos avanzar paso a paso, definiendo términos, repitiéndolos, porque son la mejor forma de hablar de algo que de otra manera quedaría en una mayor vaguedad. Y entonces, al poder conversar oralmente y por escrito con más palabras, podemos entender muchas más cosas que nunca habíamos entendido: literalmente, nos sentimos ciudadanos de un mundo mucho más grande que nuestra propia contigüidad.
Cuando faltan las palabras, no podemos razonar el mundo, nuestras explicaciones se vuelven extremadamente emocionales, nuestras preguntas no pasan de niveles ingenuos. Y si tenemos que relacionarnos con más personas, incluso en nuestra propia localidad nos sentimos extranjeros en nuestra propia casa. Nos da miedo, se desarrollan incluso sentimientos xenófobos con nuestros vecinos, a quienes vemos como verdaderos e incomprensibles extraños, aun cuando aparentemente pertenezcamos a un mismo grupo lingüístico. Y todavía más, nos volvemos susceptibles de manifestación, porque no logramos crear un criterio propio más allá de lo que resuelve nuestros problemas domésticos y con suerte vecinales.
Las palabra nos desafían
Todo ello tiene muchísimas posibilidades, de verdad lo creo... no es una catástrofe per se el mundo cultural en el que nos toca desarrollarnos, pero sí nos desafía a convertirlo en posibilidades para poder interactuar con nosotros y con el mundo del cual tenemos que encargarnos ciudadanamente con posibilidad de comunicación y de entendimiento que sean capaces de conservar y transformar humanizantemente la realidad en la que existimos.
Frecuentemente veo invitaciones a promover la lectura. Siempre hay un primer rechazo en mí al verlas, porque cuando la lectura es el mero reconocimiento de grafías, no contribuye a salir del imperio del inmediato aquí y ahora... Leer sin aprender a comunicarse pensando es una apuesta muy incompleta: pasar del analfabetismo craso y el analfabetismo funcional a la competencia comunicativa es una gran apuesta (es posible que te guste leer Analfabetismo e incompetencia comunicativa)
Creo que el desafío es educarnos a dialogar (puedes profundizar el tema del diálogo en ¿Es posible el diálogo intergeneracional?), a compartir el patrimonio común del lenguaje, a ampliar juntos nuestra visión del mundo para poder ser menos marionetas del destino y más protagonistas de nuestra vida.
Proponer la lectura, la escucha, la escritura es un desafío que bien vale la pena tomar por los cuernos. Hoy debería haber menos pretextos, porque tenemos muchísimos más medios a nuestra disposición: radio, tv, streaming de video, de audio, libros en papel, libros en digital; servicios de mensajería para comunicarnos; redes sociales para manifestarnos, para leernos, escribirnos, hablarnos.
Pasar de extranjeros en nuestra propia casa a vecinos glocales (habitantes de lo global y lo local), capaces de vivir emocionalmente nuestra existencia, pero también de interrogarla, de pensarla, de ayudarnos para relacionarnos con los demás con el patrimonio del lenguaje acuñado para expresar la realidad y la posibilidad de que nos da la creación de neologismos para nombrar de mejor manera todo aquello que nos atañe.
En el día del libro pienso en lo definitivo que ha sido para las posibilidades de la humanidad llevar las palabras del ayer al hoy, del aquí al allá este excelente medio de portación de lo más profundamente humano. Ha roto las fronteras no solo de los países, sino de la intimidad, el hogar, el vecindario para reconocernos ciudadanos de muchos mundos, co creadores y recreadores de la historia. Seamos autores y lectores, compartidores de significados y prácticas que nos llevan a la autonomía en alteridad y mundanidad; es decir, a poder ir siendo cada vez más nosotros mismos por, con y para los demás, humanizando el mundo que es nuestra casa común.
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